viernes, 7 de enero de 2011

Su majestad la televisión

Fenómeno y vidriera de la posmodernidad, palabreja que parece intelectualizar y quizás aunar todas las decadencias del siglo nuevo, la televisión y sus programas se insertan en la vida cotidiana; señalan rumbos, marcan un perfil de la cultura, del lenguaje, de los sentimientos y los valores. Se eleva como un dios pagano con sus chabacanos dichos e imágenes, sobre toda la sociedad del planeta, con las variables –no muchas– que cada grupo requiere para hacerla más verdadera, más «autoridad».
Cuando miramos televisión, el pensamiento crítico desaparece, hipnotizados por esa indiscutible autoridad de los que pasan por la penosa pantalla. En numerosos programas con esos perfiles amarillentos que pululan hasta el hartazgo, incluso el dolor se ha convertido en entretenimiento. Por un lado se declaman los valores perdidos y necesitados de recuperación; por el otro, las palabras, las acciones y hasta los gestos de los llamados comunicadores, no hacen sino desprestigiar la calidad de la relación humana. El «animador» ha adquirido tal preeminencia sobre las vida de los habitantes, o telehabitantes, valga el neologismo, que la sociedad ha olvidado detenerse para analizar qué transmiten y cuál es el objetivo de lo que transmiten; de qué categoría es lo que muestran; qué perfil de personajes desfilan, eso sí, muy bien iluminados.
Bien lo dice el sociólogo Gilles Lipovetzky: existe, por un lado, una teatralización con generosidad circunstancial ante los infortunios humanos. La moral individual, de otras épocas es reconstruida y escenificada, puesta en la pantalla sin el menor rubor por parte de los protagonistas, sometidos a las observaciones banales muchas veces, de los conductores de la tele, que logran inmediatos cómplices en la audiencia, y que, dicho sea de paso, manejan muy mal el idioma castellano.
La ética perdió su significado. La vida entera de alguien a través de un flash, mentiroso, exagerado muchas veces, manipuladores en todas, movilizando multitudes obedientes y acríticas.
¿Y las nuevas generaciones? Intentemos corregir en las escuelas a los alumnos, para «cultivar» potencialidades y aptitudes en todos los aspectos. Inmediatamente nos sentiremos «sapos de otro pozo», anacrónicos, pueriles, desautorizados por la indiscutida autoridad del «rating», es decir, de la fortuna que está haciendo el productos del programa. Ese que no ahorra términos y gestos de dudosísimo buen gusto.
De paso, ¡reconocimiento obligado a Canal 7 con su concurso del Bicentenario!
Pero volvamos a la pérdida de la privacidad.
La publicidad de hechos privadísimos, su debate y difusión en todo el país, nos pone en la llamada cultura del todo vale, todo es legítimo, todo debe aceptarse y la tele no se cuestiona, especialmente porque eso se paga bien.
Antiguamente la chismografía era cosa de vecinas no muy bien vistas, que hablaban en voz baja. Había que respetar y callar... ¿Y ahora?
El cholulaje contaminó todo, es necesario reconocerlo, lo mismo que el doble discurso. Estamos en una bolsa decadente en muchos sentidos, y la televisión, la mayor muestra en el planeta.
Pero queda una esperanza. Grupos de jóvenes que se reúnen a través de las redes sociales para fines loables; gente que discierne y selecciona los programas para sus hijos, porque todavía tienen clara idea de lo que es criar hijos; docentes que redoblan sus esfuerzos para proporcionarles «algo más», porque las horas escolares son preciosas. En este comienzo de año, brindo fervorosamente porque el país empiece a marcar rumbos nuevos.
Norma Beatriz Scaglia

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